Se llaman Mia y Farah, son perras pastores belga cruzadas con malinois y juegan en el césped con un botellín vacío o piden comida a su dueño como haría cualquier otra mascota tras horas de viaje en un camión.
Pero el juego se convierte en una tarea de vida y muerte momentos más tarde: empiezan a buscar a supervivientes entre las ruinas de Antioquía, una de las ciudades más afectadas por el terremoto que asoló el sureste de Turquía el lunes pasado.
«Los perros aprenden a buscar a personas atrapadas entre los escombros a través del juego, para ellos no es muy distinto a buscar un palito», comenta a EFE una integrante del equipo de Ericam, el servicio de Emergencias y Respuesta Inmediata de la Comunidad de Madrid, que lleva desde el martes en la zona.
Los primeros días, el grupo, compuesto por cuatro perros y sus respectivos dueños – cada animal va con una persona – y una veintena de bomberos especialistas en detectar rastros de supervivientes, amén de varios sanitarios, trabajaba en la ciudad de Alejandreta, que también ha sufrido numerosos derrumbes.
Allí consiguieron rescatar el miércoles a un hombre atrapado entre las paredes de un edificio durante más de 48 horas, tras detectar sus llamadas de socorro.
Costó muchas horas alcanzarlo, porque entre suelo y techo de cada planta apenas quedaba espacio y hubo que taladrar agujeros de piso en piso para ir subiendo desde abajo, cuentan los bomberos.
Saber dónde buscar es importante, y normalmente son los propios vecinos del lugar quienes alertan al equipo asegurando que han escuchado voces en alguna ruina.
«En primer lugar hacemos una inspección nosotros mismos, llamamos y damos golpes para ver si hay respuesta. Hasta unos tres metros de profundidad podemos percibir ruidos. Si no detectamos nada, vienen los perros, ellos están entrenados para percibir el olor de una persona viva hasta a siete metros. Y si tampoco da resultado, colocamos los geófonos, unos sensores de alta precisión», comenta a Efe David Barderas, un miembro del equipo.
Los perros están entrenados para reaccionar solo a olores de personas vivas; no hacen caso de los cadáveres, explica, y el equipo tampoco se dedica a recuperar a los muertos; solo importan los vivos.
En Antioquía, este viernes, las esperanzas son escasas, pero aún hay posibilidades, ya que las bajas temperaturas, alrededor de cero grados, se ven atemperadas por las capas de escombros y el frío hace que el cuerpo de una persona se deshidrate menos rápido, explica Kike Arribas, otro bombero del Ericam.
Pero el trabajo entre las ruinas de Antioquía se presenta más difícil que de costumbre, ya que la extensión del desastre es enorme: son manzanas enteras que han quedado reducidas a escombros.
En todas partes hay ya maquinaria pesada trabajando para quitar bloques de hormigón y liberar al menos una parte de las calles, completamente cubiertas de cascotes y coches aplastados por los edificios caídos.
El ruido de las excavadoras, junto al de las numerosas ambulancias abriéndose paso entre el tráfico de camiones y coches de rescate, además de algún generador, complica enormemente escuchar llamadas de algún superviviente.
Y ante cada montaña de escombros hay vecinos que se calientan con una fogata, en una especie de vigilia del lugar donde perdieron a sus seres queridos.
«Vengan aquí, por favor, aquí», gritan al paso del equipo español, pero es imposible atender a todos en este campo de ruinas.
Mía y Farah saltan sobre las placas de hormigón, olfatean entre los hierros torcidos y finalmente se meten en un agujero que ha quedado abierto, pero salen al rato sin resultado.
Dos bomberos se adentran reptando entre las placas y llaman numerosas veces, registrando vibraciones en sus sensores, pero tampoco parece haber resultado.
«Nada», es la conclusión. Hay que continuar al siguiente punto, apenas cien metros más lejos, donde alguien cree haber oído ruidos. Quizás sea cierto: la esperanza es lo último que se pierde.